lunes, 2 de noviembre de 2015

La edad de la inocencia

El Universal, 2 de noviembre de 2015


La escritora neoyorkina Edith Wharton es un personaje fascinante donde los haya. En paralelo a su carrera literaria, apuntalada básicamente en tres novelas, tuvo la fortaleza de levantar la voz, atreviéndose a desvelar con sutil ironía las interioridades de la aristocracia norteamericana.

Haciendo uso de la influyente posición de la que disfrutaba, desarrolló una importante labor social que le haría acreedora a la Cruz de la Legión de Honor otorgada por el gobierno francés. 

Durante la primera Guerra Mundial, Wharton trabajó para la Cruz Roja, promovió la creación de talleres para mujeres desempleadas y apoyó hospitales para tuberculosos. Una biografía, firmada por el filósofo Jorge Freire en 1985, asevera que en pleno conflicto armado abrió tres albergues, un depósito de ropa y un banco de alimentos, que hizo propaganda política y que recorrió el frente en motocicleta. Encarada, pues, con las miserias de la guerra, mal podría Wharton ser una mujer inocente, ajena a las realidades de la vida.


Sin embargo, La edad de la Inocencia, la novela que la consagraría como escritora al granjearle el Pulitzer en 1921, quizá refleje algo del desencanto experimentado por ella misma, proyectado en el personaje de la condesa Olenska quien, tras tomar la decisión de abandonar a su marido, se enfrenta la censura de que la hace objeto la sociedad norteamericana, en cuyo seno había pretendido refugiarse. Señalada por el escándalo, se ve constreñida por su propia familia a optar entre volver a Europa, junto a su esposo, o permanecer en los Estados Unidos llevando una existencia recatada, lejos de la vida mundana de la élite neoyorkina (Wharton, que sería la primera mujer nombrada doctor honoris causa por la Universidad de Yale, y quien recibiría la medalla de oro de del Instituto Nacional de las Artes y las Letras del gobierno de Estados Unidos, se había divorciado en 1913, harta de las continuas infidelidades de su marido).



Tres versiones cinematográficas se han hecho de La edad de la inocencia, en 1924, 1934 y 1993 respectivamente, así como una adaptación teatral llevada a Broadway en 1928. Previamente, Joshua Reynolds había pintado el retrato homónimo de quien se presume era su sobrina nieta, cuando tenía unos cuatro años, hoy en día exhibido en la Tate Gallery.

Mucho se ha escrito sobre esa especie de estado de gracia que confiere la inocencia, esa forma de beatitud derivada de la ignorancia, del desconocimiento de las facetas menos gratas de la vida. Sin embargo, poco énfasis se ha hecho en el doloroso abrir los ojos que comporta el crecimiento.

Seguramente fue Rousseau de los primeros en clamar porque se reconociera y respetara la condición de niño de los educandos a través de su Emilio, libro calificado como impío, escandaloso y ofensivo, y que ocasionaría la intempestiva salida de Francia de su autor para evitar la cárcel.

Solo quienes participan de la idea de que todo tiempo pasado fue mejor pueden suscribir la sandez de que se es feliz por el mero hecho de ser niño. Hay niñeces de todo tipo y, hoy, quisiera romper una lanza por todos aquellos niños “normales” que, sin padecer de hambre en Etiopía ni ser refugiados somalíes, se ven sometidos a toda clase de presiones.

Día a día libran sus propias batallas, conquistan sus propias cúspides y se adaptan a los horarios de los mayores. Carecen de hegemonía para tomar sus decisiones y cualquier cuestionamiento lúcido es interpretado como una “falta de respeto”. Junto al deslumbramiento gozoso y el asombro, corre una rutina diseñada para comodidad de los adultos. Sin duda, merecen ser escuchados mientras atraviesan por esta pretendida Arcadia, cuyas mieles nos promete la edad de la inocencia.

lunes, 26 de octubre de 2015

Golcar y Cadenas

El Universal, 27 de octubre de 2015

Se veía venir. Hace exactamente un año, en octubre de 2014, los ojos de España se volvieron hacia la figura de Rafael Cadenas. Su retrato se proyectaba señero desde el inmenso cartel que, ubicado en la Plaza de Callao, convocaba al IV Festival de Poesía de Madrid. El protagonismo del barquisimetano en el marco de este evento ponía en luz el creciente interés en su trayectoria y su obra, y anticipaba el reconocimiento de que sería objeto más tarde al otorgársele el Premio de Poesía García Lorca.

El público madrileño concurrió masivamente a los dos encuentros con él convocados: un homenaje titulado “Las falsas maniobras de Rafael Cadenas. Reflexiones sobre su obra”, que se le ofreció el día 21 de octubre en Casa de América y, sobre todo, un recital que tuvo lugar previamente en el auditorio de Conde Duque, en el que el periodista canario Juan Cruz intervino como interlocutor del poeta . Llegado cierto punto, Cruz inquirió qué significado tenía para Cadenas la palabra “Venezuela”, a lo que éste respondió serena, íntima, reflexivamente: “¿Venezuela? Me hace falta…”

Yo soy de los que comparte la devoción enfervorizada hacia este hombre de quien me admira, si bien su poesía, más aún su discreción, su moderación. Su talante apacible y honesto, sin poses y sin grandilocuencia, me inspira el más profundo respeto. Y, obviamente, le agradezco que haya demostrado una vez más que el venezolano es capaz de alcanzar nobles horizontes. Aplaudo la concesión de este premio, vaticinado sin duda por la publicación de una antología de su obra que hizo en España Editorial Visor.


Sin embargo, como Cadenas ni necesita ni pretende granjearse indulgencias con escapulario ajeno, me parece de justicia acotar que el autor de un texto que viene circulando viralmente en los últimos días, titulado ¿Dónde queda Venezuela? no es el eximio poeta, sino el escritor merideño Golcar Rojas.

El texto, publicado por primera vez en el blog de Rojas en noviembre de 2014, apunta a la realidad de la creciente presencia venezolana en otros países: “Venezuela hoy es un país desperdigado por el mundo”, diría el escritor. Así mismo, apunta a una dolorosa faceta de nuestra patria, descrita con extraordinaria y conmovedora prosa: “Este pozo de plomo y sangre, este luto en gerundio, este llanto que no cesa”.

En su post, Golcar usó como epígrafe la frase con la que Cadenas había respondido en Madrid (“¿Venezuela? Me hace falta”), indicando, evidentemente, el autor. Fue a partir de ese epígrafe que se atribuyó el texto al poeta, quien no tardó en aclarar que no era suyo a través de una nota que tituló Letras de otro.

Rojas, autor de novelas como El infierno de Edelmiro y Te voy a llevar al cielo, no ha vacilado en prescindir del andamiaje editorial convencional, comercializando su obra a través de internet. “Escribo porque me divierte y pretendo divertir a quien me lee”, ha
dicho. “Escribir es una forma de exiliarme. De escapar. Me ayuda a interpretar la extraña circunstancia que nos ha tocado vivir a los venezolanos”.


Cualquiera que haya sido su autor, ¿Dónde queda Venezuela? enfatiza el aporte que hacen los venezolanos a cada uno de los campos en que se desempeñan. Tanto en el ámbito de las ciencias como en el de las artes hay compatriotas ejerciendo en destacadas posiciones y a cargo de proyectos destinados a impactar en la salud y la cultura alrededor del mundo, lo cual debería constituir no solo causa de orgullo, sino también un estimulo para bogar, cualesquiera que sean las circunstancias. 
Seguro que habrá que concluir con Golcar Rojas: “Donde esté radicado el talento, la inteligencia y el trabajo de los venezolanos que se han ido, ahí queda Venezuela”.

lunes, 19 de octubre de 2015

Perdón y resentimiento

El Universal, 19 de octubre de 2015

La base del aprendizaje es la experiencia. Descubrimos que el agua moja, que el sol calienta y que el fuego quema, y actuamos en consecuencia: nadie volverá a aproximar la mano a la vela que arde.

Este aprendizaje es extensivo a las personas. De hecho, es la base de los prejuicios: surge la convicción de que alguien tiene ciertos rasgos aún antes de constatarlo, convicción que proviene de generalizar lo que son los comportamientos particulares de alguien a otros que pertenecen a su mismo grupo o condición social. Nada más ilustrativo al respecto que la conocida frase “dime con quién andas y te diré quién eres”. Y es que necesariamente tiene que ser así: forma parte de los mecanismos de defensa que se desarrollan para protegernos frente a las adversidades que nos opone el medio. Tras una experiencia negativa con alguien, procuramos poner distancia. La psicología conductista lo denomina “evitación-escape”


Ante la proximidad de alguien que nos ha herido previamente se disparan las alarmas y, en ocasiones, es razonable que se interponga una cierta dosis de cautela para no volver a ser víctimas de conductas recurrentes. Sin embargo, si bien es cierto que tenemos una cuota de responsabilidad en los resultados de nuestra interacción con otros, también es cierto que podemos rechazar conductas, pero no personas: la misma persona puede actuar de uno u otro modo según el caso, en ocasiones orientado por motivaciones que no acabamos de comprender.

Crash, que mereciera el Oscar a la mejor película en 1985, ilustra magistralmente este cambio de roles que cualquiera puede protagonizar cuando cambian las circunstancias, así como el vuelco que puede experimentar nuestra interpretación de los hechos cuando los contextualizamos, o cuando incorporamos elementos que ignorábamos a los criterios que empleamos para emitir una opinión: justificamos, o al menos comprendemos, la conducta del otro.


Surge la posibilidad del perdón. Pero no el perdón entendido en los términos tradicionales, como un acto de magnanimidad en el que se concede un beneficio al inculpado, indultándosele. Eso no funciona sino en el ámbito judicial. Hablo de este estado en que se concilian nuestras disonancias internas porque, mal que nos pese, cuando hay herida, es porque la persona que ha ocasionado el agravio nos importa. De lo contrario, apenas nos irritaría lo sucedido, olvidándolo de inmediato. El dolor sobreviene cuando el golpe resulta inesperado, estimado injusto o innecesario, cuando proviene de quien amamos. Entonces, surge ese incómodo desencuentro entre el afecto que hasta entonces le hemos profesado y el rechazo que nos produce tras habernos herido. Y viene el comportamiento consiguiente: el distanciamiento.

El perdón, más que un acto dirigido hacia otros, es la posibilidad de aliviar la tensión interna entre dos fuerzas que pugnan; es la conquista de la empatía, la posibilidad de
ponerse en el lugar del otro; es el triunfo del amor, es poner en la balanza de los afectos lo bueno y lo malo, y optar por el paquete; es cerrar los ojos y seguir adelante. ¿Volverán las cosas a ser cómo eran antes? No necesariamente. Quizá sean diferentes, pero prosiguen. Vendrán nuevos episodios y se escribirán nuevos capítulos. Después de todo, las cosas vivas no son inmutables: evolucionan, se transforman, maduran, envejecen, retoñan.


No en vano José Ortega y Gasset enfatizaba la unidad del sujeto y su entorno, lo que lo circundaba, la circum-stancia que condiciona hasta cierto punto los que hacemos. Habrá que discriminar entre la saludable prudencia y el prejuicio; comprobar cuán próximas están las heridas al afecto, y medir hasta qué punto estamos dispuestos a correr riesgos.

lunes, 12 de octubre de 2015

El amor que me sobra

El Universal,  de octubre de 2015


Yo recuerdo a Facundo Cabral. O mejor dicho: recuerdo cómo reaccionaba la gente en torno a Facundo Cabral. Su barba y su discurso denunciativo exhalaban un olor sospechosamente izquierdoso y, por ende, necesariamente descreído. Quizá por eso era más popular aquello de “No soy de aquí”, que lo otro de “Pobrecito mi patrón”.

Como quiera que sea, el tiempo pone las cosas en su sitio y, a la postre, Cabral ha resultado un referente en cuanto a la reivindicación de las cosas sencillas como fuente de bienestar y serenidad. Fue declarado Mensajero de la Paz por la Unesco en 1996 y, en materia religiosa, quien se autodefiniría como un “cristiano ecuménico, no católico”, llegó a colaborar estrechamente con la Madre Teresa de Calcuta.

En 1978, cuando su esposa y su hija fallecieron en un accidente aéreo, recibió una llamada de quien fuera Premio Nobel de la Paz. Según él mismo narrara en un espectáculo, la Madre Teresa le dijo: “Caramba, ahora sí que estás en problemas: ¿dónde vas a poner el amor que te sobra?” Cabral decidió incorporarse al cuidado de los leprosos que llevaba a cabo la religiosa y, en sus propias palabras, esto “lo salvó”.


He visto levantarse innumerables críticas hacia la madre Teresa por parte de quienes aspiran a que prive la justicia por encima de la caridad. Ha sido acusada de contribuir a mantener el statu quo en lugar de demandar la intervención de las instituciones competentes para obtener transformaciones sociales. Su posición en contra del aborto, considerada ofensiva por quienes piensan que cada mujer debe gozar de absoluta hegemonía sobre su cuerpo y su vida (y, de rebote, sobre el cuerpo y la vida de su hijo), ha resultado, sin duda, polémica.

Sin embargo, supongo que nadie estará dispuesto a discutir que ella, prescindiendo de todo aparato ideológico, empeñó su tiempo y su imagen en hacer más digna la vida (y la muerte) de aquellos a quienes escogió como objeto de su labor: los más pobres entre los pobres.


Se trata quizá de una cuestión de roles, de funciones: criticarla sería poco más o menos como criticar la intervención médica cuando la profilaxis resulta insuficiente. La Madre Teresa no hizo más que paliar los resultados de un sistema social a todas luces injusto e ineficiente, cimentando su labor en valores del Evangelio tan universales como la justicia, el perdón y el amor fraterno. Y con ellos rescató, entre otros muchos, a Facundo Cabral.

El punto central aquí es el amor que nos sobra. Si es contundente el hecho de que todos necesitamos ser amados, es igualmente cierto que todos tenemos la necesidad de amar, de volcarnos en otro. Nos realizamos en el servicio. La experiencia de sentirse útil, de contribuir a aliviar el sufrimiento, de modificar aunque sea mínimamente el mundo de alguien, remienda de manera efectiva el propio vacío existencial, en particular aquel que sobreviene cuando se quiebra la columna que vertebra nuestra vida y ello ocasiona que te encuentres repentinamente, en medio del caos y la desarticulación, con las manos llenas de dones que ahora carecen de destinatario, llenas del amor que te sobra. Y hay que buscar en dónde colocarlo.


María Luisa Mora
La experiencia de la Madre Teresa, quien, por cierto, vivió en el estado Yaracuy, revelaba un hecho innegable y es que, cuando hay alguien que depende de nosotros en cierta medida, sacamos fuerzas de flaqueza no por nosotros, sino por esa persona, también llamada a crecer y a realizarse autónomamente. Es, en resumen, lo que plantea el poema Resistencia de María Luisa Mora: “Después de la derrota, queda algo/por lo que merece la pena resistir:/la felicidad de los demás,/el brillo de unos ojos nuevos que nos miran/ como si, de nosotros, dependiera el mundo”.

lunes, 5 de octubre de 2015

Tarea escolar: ¿sí o no?

El Uiversal, 5 de octubre de 2015

Finlandia, el país que anualmente lidera el ranking del informe PISA, asombró al mundo en días pasados al experimentar con modificaciones en su pensum escolar, entre las que prevé organizar los conocimientos en torno a grandes ejes temáticos en lugar de por asignaturas. Esta propuesta, asimilable al concepto de globalización que se introdujo en Venezuela junto con la Escuela Básica, responde a la necesidad de un modelo educativo que prepare a los alumnos para la vida laboral. “Tenemos que hacer los cambios en la educación que son necesarios para la industria y la sociedad moderna", afirmaría Pasi Silander, uno de los responsables de la transformación pedagógica que se opera en Helsinki.

El estudio se acometería a partir de temas, situaciones o eventos, un trabajo parecido al que han emprendido los jesuitas en Cataluña, recientemente, a través del “aprendizaje por proyectos” (por fenómenos, dirían los finlandeses).
Estos planteamientos habían sido ya formulados en los años 70 por un personaje cuya visión crítica tendría gran repercusión en el desarrollo de la educación y en la noción contemporánea de esta: Ivan Illich.

A pesar de lo que su nombre parece apuntar, Illich era austríaco, y no ruso. Habiendo sido perseguido por judío, terminó ordenado como sacerdote católico, y su voz se levantó entre todas para manifestar la escasa confianza que le inspiraban los procedimientos educativos convencionales. Afirmaría que la escuela se limita a “inculcar” a los educandos un currículum obligatorio, en tanto que el verdadero aprendizaje proviene de la experiencia, a veces casual, y tiene lugar fuera de esta institución.

Illich, Reimer, Freire, grandes reformadores de la Educación en el siglo XX, vieron claro que la escuela cumple infinidad de funciones, entre las cuales la que menos pesa es la de crear un entorno que favorezca un aprendizaje efectivo, y no una simple memorización pasiva de datos.

Si el docente se viera relevado de muchas de las tareas burocráticas que realiza, podría entonces transformarse en un verdadero gestor de los aprendizajes, diseñando experiencias favorables para adquirir conocimientos, en las que el estudiante desempeñaría un papel activo. En una situación así, la memorización y la repetición pierden preponderancia, y las tareas escolares son menos necesarias.
Está clara la importancia de la práctica. Lo que se cuestiona es la pertinencia de que esas actividades en las que se produce la aplicación, análisis y síntesis de los conocimientos adquiridos, según diría Bloom, deban tener lugar en casa.

Dicen que la tarea sirve al propósito de crear el hábito de reservar un tiempo diario para el estudio. Cabe preguntarse: ¿a qué se dedican entonces las horas en la escuela, que comprometen una parte importante de la jornada del niño?

Por otra parte, aprender no es solo fruto del estudio: la rutina familiar, el salir a la calle, la prensa, el deporte, proveen infinidad de experiencias que desembocan en aprendizajes significativos, porque van asociados a la vida real. La tarea escolar suele entrar en competencia con esas fuentes de conocimientos, monopolizando el tiempo del estudiante.

Finalmente, en el ámbito afectivo, la tarea escolar resta protagonismo al momento de solaz compartido en familia, tiranizando la vida hogareña y gravitando, las más de las veces, sobre padres que regresan a casa agotados tras la jornada laboral. Ello se traduce en tensiones e irritabilidad, o en que los padres terminen por hacer las actividades para poder darles fin, sin beneficio ninguno para el educando.

Va llegando el momento de escindir lo que es aprender y estar escolarizado; sabiduría y memoria; notas y conocimiento, vivir y estudiar.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Quiero volver a casa

El Universal, 28 de septiembre de 2015

El poder de la lengua radica en su capacidad de despertar en el otro lo que se desea transmitir, en comunicar el sentido exacto de aquello que se enuncia. Nuestro idioma es particularmente rico: hay una palabra para definir con precisión cada cosa. Y sin embargo, creo que en castellano no hay un término que refleje tan fielmente un sentimiento como el anglosajón “homesick”. No se trata de nostalgia, de melancolía, de añoranza: se trata de la sensación de echar de menos nuestro hogar.

No hay actitud más humana que, una vez dado el paso de trasladarse a otro país, vacilar y preguntarse si será posible, efectivamente, adaptarse; cuestionar si se ha tomado la decisión correcta, si se es capaz de salir adelante en la Tierra Prometida.
Cuentan que Alejandro Magno, al desembarcar en las costas de Fenicia, hizo quemar los navíos en los que había llegado su ejército. A continuación arengó a sus soldados poniendo en luz cómo, habiendo ardido los barcos, la única esperanza de volver a casa era vencer para poder regresar en la flota del enemigo. De allí viene la expresión “quemar las naves”: se trata de arriesgar el todo por el todo, de avanzar en pos de un objetivo sin posibilidad de dar marcha atrás ante las dificultades.

Hay muchos que, por diversas razones, asumen esa actitud: se deshacen de sus propiedades antes de partir, a veces por juntar un capital que permita recomenzar en el nuevo entorno, a veces por romper con todo lo que constituya un vínculo con el pasado. Lo que en algunos casos podría parecer una temeridad que contradice la más elemental prudencia, resulta en otros inevitable, pues los recursos son imprescindibles.

Quemar las naves, si bien puede constituir un acicate para seguir adelante y no arredrarse, también puede incrementar los niveles de ansiedad ante la perspectiva de estar “preso” en el lugar de llegada, obligado a permanecer allí porque no hay otra alternativa. Asumir el traslado como una experiencia que puede ser permanente o no, según queramos, debería contribuir a aminorar el estrés. Es importante valorar que el cambio ha sido fruto de una elección voluntaria, que ha sido deseado y planificado, y que permanecer en el nuevo entorno es, así mismo, una decisión que puede ser revertida sin ver en ello un fracaso.

Pero sin duda una de las situaciones que más incomodidad produce al emigrar es el desconcierto ante la propia identidad. Para decirlo mal y pronto: no sabemos qué pintamos en nuestro nuevo mundo. 

Los seres humanos tendemos a auto-percibirnos, quizá equivocadamente, en función de lo que hacemos. Necesitamos asimilarnos a un grupo e interactuar con él, sabiendo lo que aportamos. Por eso uno de los factores que facilitan más la adaptación es la actividad, aunque no sea remunerada. Pasar de “jugar banco” a incorporarse al terreno de juego puede cambiar drásticamente la manera de percibir las cosas y contrarrestar el sentimiento de desarraigo que sobreviene en estos casos. No en balde se cuestionaba Miguelito, en una tira de Mafalda, que mientras una tortuga para vivir solo tiene que ser tortuga, un tipo para vivir tiene que ser albañil, abogado, tornero, oficinista…
Una mirada a los comentarios que dejan en internet los estudiantes de intercambios internacionales revela cuán a menudo se experimenta esta desconcertante sensación de desarraigo y como en la casi totalidad de los casos se supera.


Es muy humano flaquear, vacilar. Hay que saber darse tiempo y comprender que estos sentimientos son naturales y van diluyéndose. Establecer un lapso para tomar decisiones, concebir la permanencia como una opción e incorporarse a alguna actividad que permita sentirse útil y relacionarse son, sin duda, los pasos fundamentales para emprender una nueva vida en otro lugar.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Laudato si

El Universal, 21 de septiembre de 2015


La relación entre degradación ambiental y pobreza ha sido el tema en torno al cual han girado últimamente muchas de las disertaciones del Papa Francisco. Sin ir más lejos, hace pocos días exhortó a los ministros de Medio Ambiente de la Unión Europea, con quienes mantuvo un encuentro, a tomar medidas que contribuyan al cuidado de la Creación.

Ya en el mes de julio había expuesto su visión del asunto durante la inauguración del Congreso “Esclavitud moderna y cambio climático: el compromiso de las ciudades”: fenómenos relacionados con el inapropiado trato del planeta, tales como la desertificación causada por la deforestación, ocasionan desplazamientos masivos de personas, que son presa fácil del trabajo esclavo o la prostitución cuando se ven obligados a migrar a grandes centros poblados.

El Pontífice estableció recientemente la Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación, que se celebrará a partir de este año el día 1º de septiembre, como en la Iglesia Ortodoxa. Pero ninguna iniciativa refleja tan claramente la preocupación de la Santa Sede por el deterioro ambiental y sus consecuencias como la presentación de Laudato si, la segunda encíclica del Papa Francisco. En ella, Su Santidad se dirige no solo al mundo católico, sino a todo habitante del planeta, al que se refiere mencionándolo como “nuestra casa común”.

“Laudato si” son las palabras con que comienza el Cántico de las Criaturas, escrito en el siglo XIII por San Francisco de Asis, de quien toma su nombre el Pontífice y que no pocas veces le ha servido de inspiración: “Alabado seas, mi Señor, por la hermana nuestra madre tierra, la cual nos sustenta y gobierna, y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba”.


Algunas de las propuestas que la encíclica recoge van en la línea de limitar sustancialmente el consumo de energía no renovable, promover una adecuada gestión de los bosques, del transporte y de los residuos, y de intervenir cuanto antes en el grave problema del despilfarro de alimentos. Del mismo modo, el Pontífice menciona la “deuda ecológica” que mantienen unos países para con otros, básicamente del Norte para con el Sur. Este último punto ha despertado cierta polémica en quienes han sentido estas afirmaciones incómodamente próximas a la Teoría de la Dependencia, según la cual los recursos naturales fluyen de los países pobres hacia el núcleo de los países ricos. La explicación en sí misma no está descaminada. Lo que ha causado malestar es el antídoto que dicha teoría propone: restringir el comercio con los países desarrollados y limitar la inversión extranjera, un modelo económico que a día de hoy resulta indefendible, según algunos economistas. Como quiera que sea, Laudato si enfatiza la necesidad de abordar los problemas ambientales y económicos a través de un debate razonado en el que participen todos los sectores de la sociedad.



Sin duda me resulta loable la decisión de la Santa Sede involucrarse en problemas acuciantes y de aprovechar su influyente posición para fomentar nuevas actitudes y estilos de vida, contribuyendo a establecer un apropiado marco moral e institucional. Otras personalidades lo han hecho, con esas u otras intenciones. Baste recordar la película Una verdad incómoda, relacionada con la campaña que efectuara el ex vicepresidente de Estados Unidos, Al Gore, para educar a los ciudadanos acerca del calentamiento global o, en otro tenor, la Carta a la Tierra, escrita por Mikhail Gorbachov, quien, con acierto, subraya la responsabilidad que tenemos para con las futuras generaciones y no vacila en promover la filosofía de los indígenas americanos: "no hemos heredado la tierra de nuestros padres , sino que la tomamos en préstamo de nuestros hijos”.